"Pesadillas" (1983) de Katsuhiro Otomo: los miedos urbanos
El nombre de Katsuhiro Otomo a estas alturas no debería ser desconocido para nadie. Otomo es el responsable —en su mayoría— de la entrada fuerte del manga y la animación japonesa a occidente. Sí, también estoy consciente de que Akira Toriyama aportó su granito de arena al fenómeno, pero fue Otomo la punta de la lanza en todo este proceso.
Otomo tiene un estilo bastante particular, siendo Pesadillas uno de los primeros testimonios de este estilo fuertemente marcado por las revueltas sociales del Japón de las post guerra. Otomo crea ambientes opresivos a partir del nacimiento de un Japón más moderno pero encerrado en su tradición de la autosuficiencia, abriéndose al mundo pero encerrándose al mismo tiempo.
Pesadillas es un manga bastante corto si se le compara con otros de la época. Es infinitamente más corto que los trabajos posteriores del mismo autor —léase Akira— pero no por ello deja de ser menos impactante. La historia que el mangaka fragua es bastante particular: en un complejo de departamentos se comienzan a suscitar una serie de suicidios inexplicables. La frecuencia de los acontecimientos alerta a la policía, que trata de llevar una investigación —interrogando y conociendo a distintos habitantes del complejo urbano— pero nunca dando con las pistas claras para apuntar a suicidios “normales” o asesinatos premeditados.
Hasta aquí, el misterio recae en los diferentes habitantes del complejo, a los que Otomo nunca termina de delinear, dándonos pocos detalles a los cuales agarrarse. En estas instancias es donde el mayor peso narrativo de la historia recae en el paisaje que el autor usa para darnos la tensa sensación de terror: el mismo complejo de edificios.
Si bien no es la primera vez que vemos este tipo de escenarios en historias japonesas —me salta a la memoria Ichi The Killer como ejemplo— fue Otomo uno de los primeros en usarlo como elemento de terror. Este tipo de complejos están diseñados alrededor de su funcionalidad más básica: dar techo a la mayor cantidad de gente en el mínimo espacio. La idea viene de la necesidad y es impulsada por la reconstrucción de la post guerra, simbolizando el nuevo Japón moderno, dejando atrás cualquier hito romántico que hacía gala de la arquitectura del país en pos de la urbanización y el sentido práctico.
Otomo es claro en sus intenciones, puesto que el conjunto de edificios son productos claro del avance japonés —o mejor dicho, consecuencia de su incursión militar— pero es el habitante el que ha perdido su derecho a tener una vida más cómoda e iluminada. De aquí que la consecuencia sea el suicidio, producto de la impersonal sociedad japonesa de la que aún hace gala ahora en pleno siglo 21. El edificio en sí es un conjunto de líneas y ángulos rectos que dejan poco espacio a la imaginación, una especie de cárcel mental de donde no hay mucho en que evadirse. Aquí es donde entran los personajes de la historia, la mayoría fracasados en su propia forma, que parecen seres condenados a un purgatorio existencial. Es fácil extrapolar el bloque de edificios a la sociedad japonesa.
Los únicos que se salen de esta retórica son los niños del bloque, completamente ausentes de la realidad deprimente que los envuelve. Llenan su vida de juegos infantiles, colándose un poco en el mundo de los adultos al hablar entre ellos de los suicidios en el bloque. Aquí es donde Otomo integra otra de sus constantes que usará en futuras obras: los niños con poderes psíquicos.
Hasta este punto, el ritmo de la historia es bastante distinto a los de un manga tradicional. Otomo llena sus páginas de diálogos y conversaciones alrededor de la investigación oficial. Todo el misterio se mueve en escenas normales y el autor tiene la valentía de ocultar los suicidios —las únicas instancias de “acción” en este punto— y dejarlos en el amparo de la noche y la imaginación del lector.
Es por eso que considero a Otomo el mayor responsable de la entrada del manga a occidente. Sus mangas no manejan los ritmos del manga tradicional, dejando de lado la acción injustificada o grandilocuente y metiendo más diálogo pausado y bastante introductorio a la cultura japonesa. En Pesadillas hay mucho de este Otomo más “occidentalizado”, al menos en su primera parte, y que hace fácil de aceptar al lector que no esta familiarizado con los códigos del manga japonés.
Al momento que se revelan las habilidades “psíquicas” en el conjunto, sale el Otomo más espectacular, llenando las páginas de explosiones de hormigón y tuberías dobladas como fideos, dándonos la sensación de fragilidad antes esta estructura que se veía tan imponente en el primer acto de la historia.
Aun así, creo que es necesario tener cierto acercamiento a la cultura japonesa para disfrutar la crítica y parte de la ambientación que hace de Pesadillas lo interesante que es. Norma Editorial hace un buen trabajo introduciendo algunas notas al pie de página para aclarar algunos modismos del Japón moderno, dejando al lector navegar solo lo suficiente para no arruinar la ambientación de la historia. Como dije, hay que tener cierto acercamiento con la cultura japonesa —su modo de pensar como sociedad y su situación social más que nada— pero eso no quita que la historia sea disfrutable para alguien que no tiene idea cuáles son las filosofías bases ni la historia reciente del Japón moderno.
Ese peso del disfrute recae en las espectaculares escenas de acción con las que Otomo llena las páginas finales del tomo, acelerando en consecuencia el ritmo de lectura para adecuarse a la acción frenética muy en la tradición del manga japonés. De aquí se desprenden las páginas más recordadas de la obra —y el primer precedente de la futura Akira— mostrando a un Otomo firme en el lápiz, con un ojo cinematográfico increíble para la acción y el espectáculo.
Queda como pregunta final el siempre presente ¿qué tan bien ha envejecido la obra? Pues yo diría que bastante bien para ser una historia publicada en 1983. Quizás los diálogos naturales no sean el fuerte de Otomo, pero me da la impresión que el autor decide dar a las conversaciones ese estilo impersonal para acentuar la presión que hace la estructura de edificios en sus habitantes. La crítica y valoración que hace Otomo al avance hacia un Japón más abierto al mundo —perdiendo parte de su identidad en el proceso— es como un ladrillo de cemento. Es fácil de ver y en conjunto a las demás partes de la obra, nos da una historia sólida y atemporal. Además de terrorífica.
A continuación les dejamos nuestro Club de Lectura donde comentamos esta obra, y una entrega de Biblioteca Cuarto Mundo, donde hojeamos la edición de Norma.