¿Qué vio Mickey Mouse en la trilogía nueva? Una defensa de las precuelas
Quedan pocos días para Star Wars Episode VII: The Force Awakens y pienso que ha llegado la hora de meter el dedo en la llaga, pero a la mala, ahí justo en ese momento perdido –pero jamás olvidado– que supuestamente “arruinó” tantas infancias a finales de los noventa y principios del dos mil. Sí, estoy hablando de las precuelas. Te invito a hacer una prueba tú mismo: escribe en Google “Star Wars Prequels” y cuenta los artículos de este mismo año. Pronto notarás que entre todo el hype enfermizo, muy propio del paquete “estreno más importante del año”, también hay un miedo irracional a repetir los errores del pasado. El público tiene pánico de una nueva Amenaza fantasma.
Si bien es completamente entendible, no puedo evitar preguntarme el porqué de este proceso masoquista. Las precuelas están ahí y son tratadas como la “decepción familiar” del mundo ñoño (o como quieras llamarlo). Curiosamente la segunda trilogía de Star Wars parece ser parte de un proceso de autoflagelación geek: las odias, las desprecias, te arruinaron a Darth Vader, pero cada vez que TVN hace un maratón terminas inevitablemente sentado frente al televisor. Cuando ya no pudiste con la desesperación fuiste a internet, conociste el orden machete y la vida fue mejor sin el Episodio I.
Ni siquiera las últimas películas de Star Trek te producen ese grado de frustración, y eso que el mismísimo J.J. Abrams –a quien desesperadamente rogamos “arreglar” Star Wars– prefirió trabajar en el contexto de un reboot a lidiar con el caos de la franquicia tras The Final Frontier. Entonces vienen las preguntas claves: ¿Por qué Disney decidió aceptar aquel peso y meterlas en su propio canon? ¿Por qué no decirle a George Lucas “la manzana podrida del cajón no te la compro”? Incluso, ¿por qué no un remake como la Fuerza manda en vez del Episodio VII y un montón de spin-offs que nadie pidió? La respuesta puede molestar un poco pero, pese a sus defectos, las precuelas son buenas y tienen elementos entrañables que no podemos dejar atrás. Hoy, contra viento y marea, vengo a defender esa posición.
Desacralizando la nostalgia
No pretendo tapar el sol con un dedo en este artículo, cuando hablamos de las precuelas ingresamos a un terreno complicado donde abundan decisiones argumentales extrañas y actuaciones cuestionables. Sinceremos: puedo decir que estos son “buenos films”, pero jamás dejarlas al nivel de sus predecesoras. Sin embargo, debemos ser sinceros y reconocer que esperar algo a la misma altura era ilusorio, pues el éxito de Star Wars desde 1977 hasta 1983 fue un hecho irrepetible producto tanto de la genialidad como de la suerte (que el deceso de Leigh Brackett contribuyera al Episodio V es una prueba). Tristemente, la expectativa y la nostalgia repercutieron en una nueva trilogía incapaz de reproducir sus anteriores contextos.
Pero convengamos también otra cosa: si bien las precuelas no fueron bien ejecutadas, su argumento exhibe una mayor planificación y elaboración que contrasta con sus antecesoras. Las originales son tan hijas del éxito como de la improvisación apurada, surgidas de escritos descartados y risibles cuyas ideas todavía se traslucen pálidamente en el resultado final. Basta mirar la adaptación a cómic que hizo J.W. Rinzler del guion original -simplemente llamada The Star Wars- para ver cómo George Lucas daba palos al aire: Han Solo parecía Swamp Thing, Luke Skywalker era un general viejo, R2-D2 hablaba y Darth Vader ni siquiera era Anakin sino dos personas distintas (un malo con pinta de Til Lindermann y otro padawan odioso de apellido “Starkiller”).
Pero incluso si enmendaron el camino y obtuvimos mejores caracterizaciones, es innegable que aquella falta de planificación se hace evidente cuando hilamos fino en los films: Skywalker mirando con ganas a Leia (como haría Starkiller), Darth Vader pasando de parricida a progenitor, Kenobi tratando de convencer tanto a Luke como al espectador sobre el secretismo de su hermana, entre otros. Detalles menores que NO reducen la grandeza de la saga, pero nos recuerdan que si apenas había tiempo para definir puntos mayores de la trama, menos todavía lo hubo para atender el background. Al terminar de ver el Episodio VI todavía no sabemos cómo funciona este universo, conocemos poquísimo sobre los Jedi y nada sobre los Sith (lo que de paso dejaba al Emperador en la incómoda posición de “mejor actuación al villano sin origen definido”).
Años de nostalgia y merchandising nos han hecho olvidar cuántas cosas difusas habían en la primera trilogía, cuya falta de detalles palidece frente a su propia versión radioteatral expandida que George Lucas produjo entre 1981 y 1986 para la National Public Radio; fue ahí donde conocimos respuesta a cosas de perogrullo que debimos saber desde el principio, como la manera en que los soldados revolucionarios ingresaban al ejército rebelde.
Por el contrario, lo poco que sí sabíamos viendo las películas fue sacralizado y mitificado en la memoria de los fans, especialmente de aquellos que seguían libros y cómics. Probablemente el ícono de este fenómeno sea Boba Fett, figura altamente beneficiada por Dark Horse Comics en sagas como la Dark Empire Trilogy (1991-1995) y sus propias series publicadas entre 1995 y 2006, algunas escritas por grandes guionistas tales como John Wagner y John Ostrander.
Pero incluso si Boba Fett fue motivo de importantes aportes al Universo Expandido –hoy llamado “Legends”– su actuación en los films no era determinante. El cazarecompensas es más recordado por su entrañable diseño que por sus participaciones efectivas, limitadas a unas pocas líneas, algunos disparos y una “muerte” caricaturesca digna de Looney Tunes. Ciertamente el personaje fue más afortunado de estar ahí en lugar de cualquiera de las precuelas, pero la fascinación levantada por su mutismo no es tan distinta de Darth Maul (otra figura mitificada). En cambio, la trilogía nueva nos hizo repensar el papel del personaje y lo dignificó a través de su padre, Jango Fett, mandaloriano cuya habilidad y astucia era tan asombrosa que fue requerida hasta para un ejército completo.
Es ahí donde radica mi segundo punto, pues frente al argumento que alude a lo innecesario de la segunda trilogía surge su background, uno tan bien pensado que antes no notamos bien y ahora nos hacen falta si vemos la maratón a medias. Pese a sus defectos, hay algo que se siente inherentemente bien en esas películas: su relación con el Star Wars que conocimos. La actuación de Hayden Christensen puede ser odiosa, pero el mundo donde está parado tiene una conexión íntimamente relacionada con sus predecesoras, incluso de una manera que X-men: First Class (2011) y Prometheus (2012) no tuvieron. Hoy es difícil tomarle el peso a Bob Fett sin Jango, entender a Darth Sidius sin Palpatine, o dimensionar un Imperio Galáctico sin la Orden 66.
Hay un tercer problema que surge de la idealización de las películas originales: tomárselas demasiado en serio. Las críticas a la segunda trilogía aluden constantemente a la infantilización de su trama, conseguida a través de situaciones absurdas y diálogos cómicos aparentemente programados hasta en los droides.
Por otro lado, pareciera que estos argumentos ignoran con la misma frecuencia que Star Wars tuvo siempre un corte ameno y burlón, cuyo tono looneytunesco alcanza su punto cúlmine con la aparición de los ewoks. No se trata de aplicar la teoría del empate y decir “las viejas también tuvieron su Jar Jar”, sino de reconocer que hasta El Imperio Contraataca –por lejos la más oscura de la saga– tuvo también momentos de comedia anticlimática.
Porque desacralizar la nostalgia implica ser honesto y recordar que, por cada ridícula explosión del General Grievous, había también un Boba Fett saliendo disparado como el Coyote cuando le estalla un cohete ACME en la espalda; por cada Anakin atrapado en una fábrica de Geonosis, hay también un Han Solo entrando en la boca de un gusano espacial como cuando un Jerry se mete en la boca de Tom pensando en un túnel. Especialmente, por cada diálogo de un C3PO montado en el cuerpo de un droide de batalla, puede encontrarse otro en la trilogía vieja donde pareciera imitar a la hiena de “Leoncio y Tristón” (y ser incluso más odioso). George Lucas le falló muchas veces a su propio legado, pero salvo por Jar Jar, el humor nunca fue una inconsecuencia en las precuelas.
Un universo en expansión
Si me extendí tanto en esa desacralización –no confundir con “difamación”, por favor– es porque considero que mirar con menos nostalgia el pasado nos permite, al menos, reconocer las virtudes que sí tuvo la segunda tanda de películas. Los nuevos films no se limitaron simplemente a agregar ese background que la trilogía original echaba en falta, también hicieron aportes interpretativos tremendamente importantes a la saga. La más evidente es, por supuesto, la nueva experiencia estética que las precuelas añadieron al universo de Star Wars, presentada a través de ingeniosos diseños que abarcaron nuevas tecnologías, razas, estilos de combate y hasta planetas completos.
Las primeras películas solucionaban este problema al ubicar frecuentemente la acción en espacios cerrados, lo cual favorecía la realización de efectos prácticos y por tanto al realismo de los mismos, pero también hacía sentir que el universo donde se desarrollaba esta “guerra de las galaxias” era bastante reducido. Tatooine y Hoth solo podían ser concebidas por el espectador como enormes explanadas de desierto y hielo respectivamente, mientras que la boscosa luna de Endor tampoco dejaba mucho a la imaginación. En cambio, desde el Episodio I: La Amenaza Fantasma, quien mira la película se siente invadido por una sensación de inmensidad inabarcable donde hay ciudades enormes, distintos tipos de climas e incluso civilizaciones submarinas (haciendo excelente uso de planos generales, por cierto).
La escala de aquel proyecto significó la inyección agresiva de animación digital a casi la totalidad de la obra, decisión frecuentemente cuestionada por la cantidad de elementos en pantalla. No obstante, tal como afirma el crítico Jesse Hassenger en su artículo para The A.V. Club, “un argumento con un sarcástico ‘es muy denso’ como núcleo no está identificando problemas con el encuadre, composición o edición; solo está diciendo que esta manera de hacer las cosas –tener muchos elementos en marco, proveídos por la computadora– es más o menos correcta”. Según él, éste es una fundamentación extraña que sólo funciona bajo la falsa presunción de que el CGI es inmediatamente inferior al efecto práctico. Y tiene razón.
Por otra parte, incluso si acordamos que el CGI no siempre estuvo bien logrado o balanceado (nuevamente, una apreciación personal), es indudable que las precuelas cambiaron positivamente la visión estética de este universo. Destacadas piezas audiovisuales que ingresaron luego al canon del Universo Expandido, tales como videojuegos y series de televisión, usaron con éxito esta misma experiencia como referencia. Por ejemplo, cuesta imaginar algunas de las mejores escenas de Star Wars: Clone Wars sin el setting de las precuelas, pero incluso la gloriosa versión 2D de Genndy Tartakovsky es inconcebible sin el contexto otorgado por la segunda película.
Desde Tatooine a SQM
Podría decirse que estos avances estéticos no son visualmente eternos, pues eventualmente el tiempo los alcanzará y las películas nuevas conservarán solo las malas decisiones. Esto tampoco es cierto. Debajo de esa montaña de CGI con dirección y actuación cuestionable se encuentra el mayor éxito de las precuelas: su subtexto interpretativo. En un periodo donde Marvel Studios nos bombardea con films cuyo contenido es –al mismo tiempo– tan entretenido como irrelevante, los Episodios I-III se levantan todavía como una reflexión inteligente al alcance de la cultura popular. De hecho, las precuelas abordaron con más audacia la metáfora política que sus tres predecesoras.
“Si te dijera la de fans que detestaron las metáforas políticas... muchos se quedan con la sencilla estructura Space Ópera”, fueron algunas de las palabras que el guionista Gonzalo Oyanedel (autor de El Viudo y El Ejército de Dios) me comentó brevemente por Twitter cuando le mencioné las precuelas. Sin embargo, ¿podría haber sido de otra forma? Aquellas estaban encargadas de narrar no solo el génesis de Darth Vader, sino también el surgimiento de aquel gobierno totalitario al cual pertenecía. Es una historia política por definición. Esto no debiera sorprender a nadie si recordamos que George Lucas fue director de la película THX 1138, film tremendamente crítico que heredó temas propios de Aldous Huxley y George Orwell.
Ejemplifiquemos lo anterior con una escena: el potente final del Episodio I. Cualquiera puede notar la irrisoria parafernalia de aquella celebración, cuya victoria ha sido obtenida casi por accidente después de horas tolerando a un papanatas con dislalia (no generlizo la enfermedad, Jar Jar es odioso). No obstante, bajo toda lel escádalo está Anakin, no aquel futuro Darth Vader, sino el niño que acaba de volverse hombre libre a costa de abandonar a su madre en la esclavitud. Skywalker tiene la esperanza de que los Jedi y la democracia contribuyan a su rescate pero no ocurre a tiempo: ella muere asesinada producto de las condiciones precarias y la violencia social de Tatooine, un planeta abandonado "fuera de los límites de la república".
George Lucas convierte aquel mundo de 1977 en una metáfora retroactiva: la trágedia ya no es la muerte de Shmi Skywalker, sino que la anhelada democracia ha respondido a Tatooine con la misma indiferencia con que el Imperio observará al planeta años más tarde (incluso cuando Luke es adulto). En último término, la diferencia entre ambos gobiernos se vuelve irrelevante a ojos de sus necesitados. Esta revisión de una república desinteresada y corrupta es interesante, pues relativiza las nociones de bien y mal desde una perspectiva sardónica. En resumidas cuentas, esta corta pero poderosa escena puede interpretarse como una desconfianza frente a las promesas del primer mundo.
Algunos entendieron la primera trilogía como alegoría de las relaciones binarias propias de la Guerra Fría. Si aquello es cierto, entonces la segunda encarna la decepción frente a las democracias que le siguieron. La generación de finales de los ochenta y principios del noventa nace entre los mismos ideales de igualdad y libertad prometidos a Anakin, pero crece con similar consternación ante un sistema quebrado y manipulado. En el aquel senado corrupto por Palpatine no solo se esconden los Sith, sino también PENTA, Soquimich, la colusión de las farmacias y el confort. Esta reflexión me lleva la conclusión más importande de esta defensa: el exquisito contenido interpretativo de las precuelas se sobrepone con creces a las fallas técnicas de su forma.
¿Quién equilibró la fuerza?
Si bien aquella no es la única interpretación posible, me gustaría retomarla para analizar lo que la precuela hizo con la orden Jedi. En la primera trilogía la poquísima información que había sobre ellos los delegó a un terreno idealizado, étereo y metafísico de la Fuerza, que supuestamente corresponde a los defensores de la luz tanto como el lado oscuro pertenecía a los indescifrables villanos. Sin embargo, las precuelas concibieron esta distinción entre ambos con el mismo cinismo con que abordaron la dicotomía entre Imperio y República: desmitificando sus diferencias, difuminando sus valores y aterrizándolos en la realidad.
De pronto los Jedi no eran esos cruzados espaciales iluminados, sino una orden monástica altamente jerarquizada, burocrática, obediente de la República, tapada en reglas y tabúes que eliminaban cualquier intento de identidad personal: eran unos sacerdotes guerreros aburridísimos. Frente a la normalización religiosa del lado luminoso de la fuerza surgían los Sith como una filosofía viable, quienes pertenecían al lado oscuro lo hacían no por ser inherentemente malos sino por haber abrazado sus propias emociones. Paradójicamente, los enemigos clásicos de la franquicia ahora ofrecían más libertades que los propios defensores de la democracia.
Los Jedi estaban obnubilados por su tradición e ideales altruistas, tan orgullosos de sí mismos que obviaron cómo la República se hundía bajo sus propias narices. Ni siquiera Obi-Wan Kenobi (Ewan Mcgregor), quien se vuelve un “detective hard boiled” en El ataque de los clones, cree la verdad cuando el mismo Conde Dooku revela la infiltración sith en el senado. La misma que el Alto Consejo Jedi se demora años en resolver. Las precuelas cuestionan entonces al lado luminoso, pues su superioridad numérica no basta para equilibrar la fuerza: la relación binaria de ambos también se reafirma, pues la manifestación violenta del mal se hace necesaria cuando el bien ha dejado de cuestionarse a sí mismo.
Algunos párrafos antes mencioné THX 1138, déjame contarte una historia y detenme si la sabes: el protagonista THX es parte de una sociedad cuya preocupación principal es la producción económica, controlada por un estado-religión que se titula a sí mismo como “Om”. Aquel varón rompe uno de los códigos principales de su orden social, mantiene secretas relaciones románticas con su compañera LUH y juntos conciben un hijo que será la condena para ambos. Aviso de spoiler: el personaje finalmente logra huir de su orden político, pero en el proceso pierde tanto a su amada como su niño, a quienes jamás vuelve a encontrar.
George Lucas tomó una idea que ya había dirigido previamente y le dio una vuelta de tuerca, recobrando en Skywalker las similares desgracias de THX pero coartando su posibilidad de ser feliz. Podemos cuestionar las habilidades de Hayden Christensen y burlanos de su escasa química con la actriz Natalie Portman, de hecho solo un fanboy negaría que su romance se siente plástico y poco honesto (aunque nunca tan malo y desabrido como Hulk con Black Widow en Avengers 2). Pero, pese a ello, hay algo que comparten con THX 1138 y es que el drama de ambas parejas se siente profundamente humano. Las dos están condenadas a la desgracia no tanto porque hayan cometido un pecado, sino porque la sociedad donde están atrapados no está dispuesto a perdonarlo.
Incluso a través de diálogos embarazosos y mejorables uno percibe en ese Anakin a un hombre traumado, ambicioso, cruel y al mismo tiempo idealista que descubre una terrible verdad: para permitir la felicidad de los ciudadanos esa República corrupta, falsa e indiferente debe caer y fundarse un nuevo orden. Aunque Obi-Wan Kenobi (Ewan McGregor) no lo cree tras vencer a Darth Vader, ha sido este primer Skywalker y no su hijo quien ha dado el paso más importante para equilibrar la Fuerza.
Nuevamente las precuelas hacen un excelente trabajo retroactivo modificando la interpretación de la trilogía original: la historia de Luke Skywalker ya no es un bildungsroman (novela de formación) líneal sobre un solo héroe, sino la redención de los excesos de un padre cuya caída fue producto de la furia, pero también del amor y las circunstancias sociopolíticas.
Mencioné al principio que las precuelas “arruinaron a Darth Vader”, mentira, solo quería ganarme la simpatía del lector para ver si aguantaba mis palabras unos minutos. Pienso que Anakkin Skywalker, incluso en boca del odiado Hayden Christensen, es la mayor parte del tiempo un protagonista más profundo y apasionante que Luke Skywalker. Si el personaje de Mark Hammil logra equilibrar la fuerza, contribuir a una nueva república, y refundar una nueva orden jedi menos dogmática –al menos en el universo Legends– ha sido gracias al imponente legado de su padre. Los films viejos no lograban proyectar eso con la misma intensidad, duela a quien le duela.
Conclusión
Hay mucho que decir todavía a favor de las precuelas, como he comentado, la riqueza de su mensaje se sobrepone a las imperfecciones de dirección y actuación. Hay algo inherentemente correcto en la relación que estas establecen con los films originales, incluso si no los superaron en calidad. Pero también hay algo correcto en que lo veamos todo a través del Obi-Wan Kenobi de McGregor,pues aumenta la mística de Darth Vader; aquello que se nos vela del personaje es iguamente importante y ha sido excelentemente aprovechado (por no decir “agotado”) en otros medios audiovisuales. Las precuelas se fallaron a sí mismas, pero le hicieron un gran favor al conjunto completo y Mickey Mouse lo sabe.
Bajo esta misma lógica, si hay un peligro al cual se expone Disney no es repetir los errores de George Lucas, sino generar un producto de excelente calidad pero vacío en contenido. No servirá de nada producir una película perfecta si esta no resiste un análisis en el tiempo, algo más que un "sí, fue entretenida". Las precuelas lograron dejarnos algo más que un mal gusto, ojalá la Fuerza nos acompañe ahora también.